Vaya Ud. a saber

Ya vendrás

Ya vendrás y me dirás
papá
por qué me llamo así como me llamo,
y te responderé
mencionándote a mamá
que quién sabe dónde estará al tiempo,
cuando vuelvas y me preguntes
también
el porqué de tantas cosas
que no sabré
y que me inventaré acaso
para que me admires por creer que lo sé todo
hasta que te des cuenta de que no,
decepcionada,
pero, quizá, admirándome aún más
por mentir pensando en ti.

Y ya vendrás y me dirás
papá
cómo eras tú con mi edad
y te hablaré entonces de mi mundo
y de los animales que lo habitan
a los que amarás, espero
y cantaremos las canciones que cantaba cuando no te conocía
pero que –te diré al cabo- tienen mucha culpa de que tú estés allí,
diciéndome, por ejemplo,
papá,
felicidades
otro año más
como es el tiempo de veloz cuando no debe.

Y ya vendrás
y dirás nada
altiva,
desengañada,
y gritarás,
seguro que gritarás
papá
déjame en paz
vete a la mierda
y yo me iré,
triste pero tranquilo,
comprendiendo, por experiencia,
que la adolescencia es un lugar donde siempre se tiene la razón.
Aprenderás que no, supongo.

Y ya vendrás,
con otra gente,
y tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos,
como la Julia de Goytisolo,
y un día, cualquier día
te irás,
da igual a dónde porque todo quedará lejos
muy lejos
y me dirás
papá
te llamo luego
y no llamarás
y tendrás tu vida, que ya no será mía
o sí; pero tan poco
y entonces sí
podré saber
por qué te llamas
así
como te llamas,
Amanda.

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El hombre que nació dos veces

Hace algo más de cinco décadas, durante una comida familiar, anunciaste con inocente alegría que tu madre, allí presente, cumplía 40 años aquel día de abril. Sorpresa la tuya, claro, cuando acto seguido ella se encargó de ponerte la cara colorada: recibiste una reprimenda – merecida – por semejante comentario, y un silencio incómodo inundó aquel comedor de tu infancia. Hoy, acobardado tras la pantalla de este ordenador desde el que te escribo, y casi con más inocencia que tú, me atrevo a anunciar que es el día de tu 60 cumpleaños. Sé que no te enfadarás, al menos no mucho, así que ahí va: felicidades. 

Podría decir, incluso, que hoy cumples 119 años porque tú eres uno de los pocos hombres del mundo que nació dos veces. Debe ser una de las anécdotas que más he contado a mis conocidos: Sigue leyendo

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Amnestesia

Inventarse palabras
por ejemplo:
Amnestesia.
Dícese del estado de inconsciencia al que lleva no recordar.
O explicado de otra manera:
es el placer que significa no saber
no entender
no preocuparse,
ni asomarse a los problemas que la vida nos regala,
que son muchos
y complejos.
Vivir como un niño,
sin memoria a largo plazo,
tan siquiera a corto,
y ser feliz en ese duermevela cálido que provoca la ignorancia.
E inventarse palabras,
por ejemplo:
Amnestesia.

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Llorón

Bien sabe mi madre que desde pequeño es el que más me gusta. Bien lo sabe porque se lo repetí mil veces, y hasta ella me respondía con automatismos de madre fatigada cuando, sin motivo alguno, le volvía a preguntar, mamá, ¿sabes cuál es mi árbol favorito?. Y ella asentía mientras caminaba, sin siquiera mirarme, o seguía conduciendo sin el más mínimo interés por una conversación trillada. Sí, hijo, sí: el sauce llorón.

Hoy escribo desde Ginebra, Suiza, y a mi derecha, a través de la gran ventana del salón veo un sauce majestuoso en el jardín del vecino. Siempre me siento aquí por las mañanas. Debe medir algo más de diez metros, y sus ramas caídas y amarillentas mezclan en las pinceladas de cada una de sus hojas varios verdes hipnóticos. Es más bonito cuando lo ilumina el sol, pero hoy hay nubes; sopla el viento. Así que las ramas se mueven de un lado a otro, pendulando tímidas, un poquito, como un gran banco de peces calmo, y algunas caen y reposan sobre el seto que separa las dos casas.

Es su densidad vencida lo que me atrae, su tristeza orgullosa, su pose apesadumbrada, su desaliño exquisito. Como un símbolo, tal vez como un mártir natural, se alza mohíno y bello, y nos recuerda entre lágrimas verdes que, pese a nuestras ganas de esconderlas a la memoria y pese a nuestros artificios de felicidad impuesta, las cosas tristes son quizá las más bonitas.

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Al despertar

Lo peor para el dolor son las mañanas. Como cuando eras niño y te despertabas sin esa bicicleta con la que habías llegado a cualquier lado en tu sueño recién roto, o sin ese monopatín volador que era la envidia de toda tu clase. Esa vuelta a la realidad, ese segundo en el que te das cuenta de todo con una lucidez amarga y somnolienta, ese estallido en el que comprendes que las cosas son como son y no como nos gustaría, es el momento más angustioso del día, y no tiene más remedio que un remedio que no cura: poner el pie en el suelo, tan frío, de nuevo. Arriba.

Lo malo de la edad es que el dolor deja de tener forma de patinete ficticio, Sigue leyendo

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Otra vez

Va sentado de espaldas a la dirección de marcha, en la hilera de asientos individuales, al lado de la ventana, casi en la cabecera. De modo que cuando el tranvía se detiene poco a poco en cada una de las paradas va conociendo a todos los que se alinean en la acera para entrar en cuanto las puertas se abran. Así pasan todos esos rostros uno a uno por su mirada, tan dormida, pues aún es pronto y la noche nunca alcanza demasiado. Así los ve, cada vez más lentos, cada vez con más tiempo, pues el tranvía va frenando y muere al cabo, rindiéndose y abriendo todas sus puertas a la vez, en una coreografía perfecta, con un sonido mecánico y calcado parada tras parada; y salen entonces unos cuantos que van con prisa a sus trabajos, y entran otros tantos que rápido buscan asiento, y entra además el frío del invierno, que le incomoda más ahí dentro que allá afuera; por intruso, quizás, no lo sabe.

Algunos rostros se repiten de los días anteriores; otros son nuevos. La ciudad no es grande pero él recién ha llegado, aunque imagina que al final acabará conociendo a la mayoría. La cabeza apoyada en el cristal, la capucha sobre la cabeza, el abrigo aún abrochado y la mochila entre sus brazos, se encoge y se mima, se da calor: odia tanto las mañanas. Nunca sabe cuántas paradas van. Ha de ir hasta la última y eso le despreocupa, así que veces se sumerge en un duermevela cálido del que al rato le despoja el ruido maldito de las puertas abriéndose con estruendo otra vez, el jaleo de tanta gente que va y viene sin quererlo, y el frío que entra traidor y le castiga sin motivo.

A ella la vio llegar con prisa a la parada, cuando el tranvía ya había cerrado las puertas. Sigue leyendo

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Las horas

El trabajo no son solo las horas que trabajas, qué va. Son, también, las horas de desplazamiento hasta el trabajo, ida y vuelta, para empezar. Son, además, las horas tempranas a las que uno ha de despertarse para marchar a trabajar. Son las horas de irte pronto a la cama para no estar cansado mañana, que trabajas, otra vez. Son las pocas horas libres de la tarde en la que tienes que aprovechar para hacer de todo por que mientras trabajas no puedes. Son los momentos de preocupación por las tareas pendientes, por las cosas bien o mal hechas; los tristes minutos de pensar ‘y mañana lo mismo de nuevo’. Son los ratos de mal humor que te produce. Son las horas de domingo agónico y vacuo esperando la llegada inexorable del lunes, otra vez, ya viene; putos lunes. Son las horas que no pasas con los tuyos. Son las horas de visita al oculista de dentro de unos años, mire aquí, qué ve, lea esto: tiene la vista cansada. Y que lo diga. Son las horas de los libros que no lees; las horas de las películas que no ves. Son las horas que no disfrutas del afuera, de su sol o de su lluvia, de su brisa mañanera. Son las horas en las que no haces el amor, o los momentos mágicos en los que no conoces a esa chica del cruce a la que se le cayó el monedero pero tú no estás ahí para dárselo. Son las horas de deporte que no haces; son los minutos de paseos que no das. Son las horas que no ves crecer a tus hijos. Son las horas de hacer cuentas porque el fin del mes aprieta y este salario es de risa. Son las horas contadas de vacaciones que nos conceden como si nos hiciesen un favor. Son todas esas horas en las que te castigas pensando que posiblemente tú no querías esto, que así no querías estar; pero ahí estás sin embargo, aguantando; haciendo lo que parece ser correcto porque mucha otra gente lo hace, porque hay demasiadas cosas que comprar. Y son, por supuesto, todas esas horas que transcurren como si nada mientras trabajas; todas esas horas durante todos esos años; todas esas horas que parecen que no pasan pero pasan sigilosas y constantes, una tras otra en un orden riguroso y ancestral; todas esas horas incontables que al final, tras más de cincuenta años de pasar y pasar, uno echará en falta mientras se pregunta cómo fue posible que se pasaran tan rápido con lo lentas que parecían mientras pasaban, carajo.

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Corvus

Hoy he visto un cuervo muerto; ha sido como ver a la muerte muerta, y me ha hecho reír, aunque luego me ha dado pena, ya ves, y al cabo un poco de miedo, no sé, una sensación extraña; y al final he deseado no haberlo visto pero ya era tarde, joder, y ahora ella ya sabe que me reí de ella un poco.

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Zumo de bote

Es curioso: nos hemos acostumbrado a comer mierda. Es más: nos hemos acostumbrado a ella en general, hasta el punto, casi, de preferir comer mierda a comida sana, orgánica, sostenible; o cómo sea. De algún modo nos han conquistado desde pequeños con su chocolate industrial, con sus salsas edulcoradas, con su carne de laboratorio, con sus patatas de bolsa, con sus dulces dulcísimos, con sus sopas de sobre, con su atún en lata, con su pan de molde, con su tomate sin tomate y con un sinfín de apaños más de empresas que lucharon por adaptarse a un mundo que demandaba rapidez y efectividad a bajo coste.

Parece que supieron hacerlo; y así nos va a muchos que nos sorprendemos comiendo cosas de mucha calidad con un sabor aparentemente peor – quizás no peor; tan sólo menos sabroso – que sus homólogos ‘industriales’. Por eso esta hamburguesa orgánica está bien, sí, pero prefiero las de allí – sin hacer publicidad –, y a esta ensalada con productos de una huerta sostenible le falta algo, no sé, esa otra que venden allá está más rica, tiene más chicha, y la fabada del norte natural está buena, pero me la esperaba más como la de lata, que no veas si sabe bien, y los quesitos éstos para untar están de muerte así que aleja ése de granja que huele a pie, coño, y entre tomate casero y kétchup, kétchup, por favor, y el zumo mejor de bote, si se puede; y el de esta marca, en serio, que es épico.

Es curioso: pasa lo mismo con España, ya ven. Sigue leyendo

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Un deporte redondo

Desde cualquier coche o autobús, en cualquier ciudad o pueblo de cualquier país del mundo, verás esa imagen pasar a través de tu ventanilla. Están en los parques, en todos los colegios, bajo un nudo de autopistas o improvisada en cualquier superficie de cemento, arena o hierba. Son sólo canchas de fútbol; pero hay algo mágico en ellas. No las pierdo de vista, estén vacías o no, y siento una nostalgia lúdica que me lleva a soñar de nuevo con ser un niño que quiere ser futbolista.

No sé qué tiene este deporte que tanto atrapa. Divertido de jugar y divertido de verlo, es quizás su complejidad – el uso de los pies – lo que lo hace tan mágico. Pero todo cuenta; la afición, el trabajo de equipo, la lucha estratégica, la batalla sobre la cancha; ese ajedrez humano de movimientos tácticos y técnicos que luchan por conseguir la unidad básica del fútbol: el gol.

Da igual que jueguen cinco, veintidós o treinta. Da igual que se juegue en el Santiago Bernabéu o en una cancha improvisada en mitad del desierto, como bien describe Jorge Valdano para Líbero analizando la foto que acompaña este texto. La pasión, la sensación de que en ese momento no importa nada más que controlar bien la pelota, acertar el pase o marcar el gol, es un sentimiento magnífico; tanto, que es imposible de explicar si no se tiene, como una patada en las partes, como la menstruación, como una enfermedad incurable, como la fe.

Un 26 de octubre de 1863 –  tal día cómo hoy pero hace 150 años -, una taberna londinense fue el lugar elegido por 11 clubes ingleses – bonito número – para redactar el primer reglamento del fútbol que conocemos hoy en día. Allí, en la Freemanson’s Tavern, situada en la céntrica Great Queen street, se unificaron los criterios de este deporte, así como su nombre – football -, y se redactaron una serie de normas que, pese a haber variado bastante, sentaron las bases de este deporte tan coronado y universal.

Este es mi pequeño homenaje.

futbolpuro

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Tacones

Baja a buen paso por Cavanilles; no se detiene, no acelera, no decelera. La cadencia es constante, el taconeo firme. Parece una mujer morena, de cuerpo ancho, esbelta. Tiene dos hijos que lo son todo y que ahora duermen, espera ella, porque los ha dejado solos. Trabaja vendiendo algo, no sé qué, pero se le da bien, porque su rostro es serio y cuando habla transmite confianza. No le gusta trabajar, y menos trabajar para otros, pero ya no le queda otra y aceptó con resignación que los niños eran más importantes que ella: ‘angelicos’. Estuvo casada; ya no, y duerme mucho más tranquila desde entonces. Se conocieron jóvenes y se quisieron cada instante, pero el tiempo agobia y caduca y, al cabo, discutían por todo. Lo que les separó de verdad – quién hubiese apostado – fue que él no quisiese adoptar un perro mientras ella insistía en que sí, cariño, sería bueno para nosotros. Quizás fue una excusa, ella aún no lo tiene claro: lo cierto es que después de cuatro años sola sigue sin adoptarlo. Muestra una belleza extraña: el pelo es incorregible de tan rizado, aunque a ella no le importa y lo luce con encanto. La frente es alta. Tiene una cicatriz encima del párpado de algún golpe que se dio de pequeña; un arañazo de un gato, quizás, o una rama de un árbol que le arañó mientras corría: nada grave, sólo que los años ensancharon la marca que ni el maquillaje esconde. La nariz es divertida, adjetivo extraño para una nariz. Tiene una boca bonita y una mandíbula desordenada que le obliga a sonreír poco, y quizás por esto aparenta ser la mujer que es hoy en día: seria, preparada, firme, capaz de caminar así a las 3 de la mañana mientras yo escucho el ritmo de sus tacones a través de la ventana abierta y la imagino tumbado en mi cama hasta que el ruido se diluye calle abajo.

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